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Alberto Sánchez. La proyección de los sueños

Mi primer recuerdo de Alberto es su voz. Fue en el cine Elíseos a finales de los años 80 (sede entonces de la Filmoteca), durante la proyección de un film de Jarmusch. Recuerdo perfectamente su tono, fuerte y seguro, que surgió de la oscuridad del fondo de la sala, y su risa. A la salida del cine volvió a llamarme la atención ese timbre poderoso y, por fin, su dueño, de indiscutible presencia -esa barba, sus gafas de pasta, el  gesto serio y divertido a un tiempo-. Poco tiempo después fuimos presentados en la Agrupación Artística Aragonesa (AAA) y supe entonces de su pasión por el cine, de su labor en el cineclub Gandaya –adonde yo acudía regularmente- y de su constante apoyo al cine aragonés. Recuerdo haberle visto como actor en el cortometraje Esencias de nada de la A.A.A., a la manera de un Fernando Rey en Tristana. Y guardo en mi retina de manera especial la proyección de La persecución, obra realizada junto a su hermano Julio; fresca, moderna y de excelente planificación, ritmo y montaje.

Fue más adelante, al sentir la necesidad de ir enredándome en el mundo del audiovisual como vocación y como profesión, cuando comencé a trabar mayor relación con él. El respeto que me había inspirado en un primer momento se tornó en admiración y en una amistad que iría creciendo con los años. No había festival, muestra, exposición, proyección o acto cultural al que acudiera en el que no estuviera él, y para mí suponía siempre un motivo de alegría y placer su conversación junto a una copa de buen vino. Me consta que se alegraba de verme tanto como yo a él –“hola maravillosa”, solía ser su saludo-. En los jurados de festivales y concursos en los que empezamos a coincidir me gustaba sentarme a su lado y disfrutar como una niña de sus comentarios, siempre inteligentes y divertidos. Recuerdo sus múltiples anécdotas y chascarrillos; su manera de ser tan aragonesa, hosco y tierno a un tiempo, me hacía sentir como en casa.

En los últimos años la correspondencia por correo electrónico fue abundante y cotidiana. Guardo como un tesoro algunos de esos emails en los que siempre tuvo hacia mí palabras de aliento y respeto (“trabajas demasiado”, insistía a menudo). Un día del mes de marzo de 2009 me comunicó que quería delegar en mí la labor de selección de cine aragonés para el programa Los olvidados, del Festival de Cine de Huesca, pues predecía –certera y tristemente- que sería su último año allí. En junio de ese año, cuando llegué a Huesca, él había empeorado considerablemente; al vernos me contó sus vicisitudes físicas, pero enseguida derivó la charla hacia otros temas, hablándome de las excelencias del cine de Theo Angelopoulos, pasión que compartíamos. También le recuerdo en la terraza del Flor, en los porches de Galicia, whisky y cigarro en mano, confesándome que siempre había deseado que una enfermera le atendiera… pero que justamente le ocurría cuando ya no tenía las condiciones físicas de antaño… Recuerdo la pasmosa facilidad que tenía para hacernos reír a pesar de su más que delicada situación, sobrellevada con tal naturalidad que resultaba casi imposible de digerir para quienes le queríamos. Quizá por eso, por evitarnos el mal trago de no saber cómo afrontar su enfermedad, él intentó ser más listo, menos torpe que los que le rodeábamos, y hacernos olvidar con una dignidad extraordinaria que iba a dejar de estar aquí en poco tiempo, hasta tal punto que a todos nos hizo un quiebro inesperado el corazón, como si no estuviéramos sobre aviso, cuando eso sucedió.

Recuerdo haber ido a visitarle con Emilio Casanova en julio de 2009 a la residencia donde estuvo alojado temporalmente ese verano. Le llamé y quedamos para tomar con él un vermú en el jardín. Era un día de calor sofocante, nosotros llevábamos una botella de vino, algo para picar y unos vasos. Fue un improvisado y divertido picnic del que disfrutamos mucho los tres. De pronto, mientras ambos charlaban animadamente del Saracosta, del partido comunista, de política… yo tuve la certeza de que tenía mucho que aprender de él, porque la mejor manera de estar vivo es vivir, sin ápice de amargura, con esa tremenda elegancia. Al despedirnos nos contó que se había llevado el portátil con él para seguir viendo películas, nuevas y viejas, esa gran pasión que nunca le defraudó, y que algunos días se acercaba a los Renoir en su silla motorizada para asistir a los últimos estrenos.

Ahora hago memoria de las entrevistas que le hice a lo largo de esos años y me doy cuenta de que hablara sobre Julio Alejandro, Buñuel, Rotellar o Perdiguer, o de que recitara poemas o coplas, su fotogenia y sus palabras nunca defraudaban. En el transcurso de la entrevista que le realizamos en julio de 2008 para este documental, nos contó a cámara dos reflexiones tan personales como significativas:

Yo tengo un concepto materialista del cine, nada idealista, que seguramente se debe a mi relación física con la película de celuloide, a tocarla, cortarla, empalmarla… y proyectarla.
Puedo vivir sin el cine perfectamente, pero si no existiese el cine se soñaría de distinta manera, la gente cuando ensueña e idealiza lo hace condicionado por las imágenes que ha visto en el cine. Los sueños del siglo XVIII eran totalmente distintos a los de ahora, se basaban en la imagen real y el hombre de hoy piensa y sueña con imágenes cinematográficas…

Ambas afirmaciones eran la base de la contradicción en la que él se había movido toda su vida, entre la realidad y el sueño. Quizá por eso tenía un empeño casi obsesivo por mantener viva la llama de la proyección de sus propios fantasmas y deseos, y por seguir viendo cine, tozudamente, casi impedido, sin descanso, hasta el final.

Yo sé que siempre le echaré de menos en cualquier festival al que vaya, en cualquier proyección que organice, en cualquier jurado compartido y en cualquier vermú de cualquier jardín de verano.


Vicky Calavia